Carola es
sabia. La conozco hace ya muchos años, tal vez más de los que, por vanidad,
quisiera admitir. Recuerdo con una rara nitidez la primera vez que la vi,
estaba sentada en un minúscula mesa circular, de esas que tienen las patas de
hierro, estaba acompañada de su incontestable garbo, de esa elegancia que tiñe
de colores cálidos cada pensamiento suyo, pero también acompañada de un objeto
que está ahí desde siempre, un libro.
La
sabiduría de esta mujer se hace evidente al instante que uno habla con ella,
reflexiona sobre las cosas más profundas de la vida con una sencillez que nunca
deja de asombrar y es capaz de desequilibrar tu día con cualquier idea que te
atornilla a la cabeza, ideas naturales y tan lógicas que parecen haber estado
dando vueltas por ahí durante mucho tiempo, pero que en realidad fueron ideadas
ahorita, mientras te las va diciendo.
Esa
primera vez que la vi, ella leía en un angosto rincón en la librería que don
Werner, su papá, tenía en la primera esquina de la General Achá y recuerdo que
me llamó mucho la atención porque la luz del oeste, que iluminaba la mesa sobre
la que tenía apoyado el libro, de alguna manera parecía abstraerla: la rodeaba
físicamente casi como en una pintura flamenca, pero el efecto era más subjetivo
que objetivo, casi la desprendía del instante. Aquí podría decir algo cursi
como "y en ese momento supe que quería ser un lector como ella", pero
la verdad es que ese momento solo pensé en lo cómoda que se veía. A lo largo de
los años que he compartido su amistad he ido comprendiendo poco a poco qué
significaba esa comodidad y estoy comenzando a pensar que si se le puede dar un
nombre, podría ser complicidad.
Hace poco
me dijo que ella heredó de su papá ese “clic” que le dice cuándo un libro va a
gustarte, que es algo que no se puede enseñar y a pesar de ello, Carola siempre
está a la pesca de alguna novedad, cuando piensa en hacer un pedido para su
librería sigue preguntando a los que entran qué les pareció tal o cual libro o
autor y ella anota las variables mentalmente en su gigante base de datos y
luego procesa complejos algoritmos para decirte, con la mayor naturalidad “ah,
entonces, deberías leer a fulano”. Nunca se equivoca, pero siempre te dice las
cosas casi con timidez, con mucho respeto.
No
recuerdo cuándo comenzamos a hablar, ni cómo nos hicimos amigos, tampoco me
había dado cuenta de todas las cosas que Carola me ha ido enseñando, la
cantidad de autores que me ha recomendado, sin esas infladas ínfulas de crítico
que quiere parecer más culto o inteligente de lo que es, sino más bien como una
madre que te señala, con la mirada cómplice, cuál es la fruta más dulce del
árbol que tú, de tan encaramado que estás, no puedes distinguir bien. Pero
también he aprendido mucho sobre la vida con escucharla, antes iba solo y me
quedaba mucho tiempo charlando, ahora voy con mis hijos, que han comenzado a
leer y se sienten bien ahí, la escuchan y miran todo con ojos y oídos de
esponja.
Cuando ella
era niña leía con muchísimo cuidado los libros de la librería de su papá, con
cuidado porque había que venderlos luego y con prisa porque nunca sabías cuándo
se lo llevaban y te dejaban sin el último capítulo, tal vez por eso desarrolló
esa complicidad, no solamente con el texto, sino también con los lectores. Tal
vez por eso, cada que entras a su librería sientes que ella te puede leer y de
la manera más natural te pasa los libros que, por supuesto, luego disfrutas.
Stefan
Zweig, poeta del que tradujo junto con don Werner algunos textos, dijo alguna
vez "Mientras haya hombres necesitados de alegría, hombres que, agotados
por la tensión trágica de las pasiones, quieran escuchar la música misteriosa
de la poesía que fluye quedamente de las cosas, las novelas de Dickens
retornarán también incesantemente" Carola Guttentag te señala a Dickens, a
tu Dickens particular. Esa sabiduría particular en el poco reconocido oficio del
librero hacen de esta mujer única e imprescindible para nuestra ciudad.
Publicado en La Ramona, Opinión (25/05/2014)