A veces siento que todo se torna
en contra mío, que por más que intente, siempre habrán factores que son más
poderosos que yo. Normalmente me pasa que cuando estoy así pienso en aquellas
personas que realmente tienen el derecho de decir que la vida se las puso
difícil, sí, sí, conozco la frase del mal de muchos y consuelo de tontos, pero
en este caso ni tan muchos, y definitivamente no tontos.
Primero pienso
en Ernesto Guevara, pero no en el médico que fue traicionado por Fidel, sino
en el orureño al que su mamá le puso el nombre de dos de sus ídolos: el del Ché
y el de Beckenbauer (el único alemán que ha ganado un campeonato mundial de
fútbol como jugador y otro como entrenador), así que su nombre completo es
Ernesto Franz Guevara Quiroz. Ernesto tuvo un tipo de poliomielitis cuando
estaba en el vientre de su madre y nació con uno de sus tendones de Aquiles
dañado. Antes de cumplir los tres años ya había sido intervenido en varias
cirugías y antes de los siete años el médico les dijo a sus padres que para una
nueva operación se debería evitar la anestesia porque ya había recibido
demasiada en su corta vida y ello podría afectar su sistema nervioso. Ernesto
recuerda a los médicos y a sus padres explicándole que debía soportar el dolor
del corte y que luego no le iba a doler nada más, tal cual, el dolor fue tan
intenso que se desmayó y los médicos pudieron continuar con la cirugía.
La vida de Ernesto es un ejemplo
de que cuando uno quiere algo, solo tiene que trabajar para lograrlo, como
consecuencia de la enfermedad que tuvo, siempre cojeó, pero se rehusó a que las
personas tuvieran lástima de él, por ello es que desde niño hizo todo lo
posible por dejar claro que él valía por sus méritos: fue campeón colegial y
luego departamental de atletismo en una prueba difícil si las hay y en la
segunda ciudad más alta del país (800 metros planos), luego ganó varios
concursos de pintura en su Oruro natal e incursionó exitosamente en deportes
como Tenis o Karate.
Sin embargo todo cambió cuando
encontró, entre las cosas de su padre, una vieja cinta de audio con grabaciones
de Alfredo Domínguez, el mejor guitarrista que tuvo la historia nacional y uno
de sus mejores compositores. Ernesto se dedicó (sin maestro ni idea previa de
música) a intentar copiar esos sonidos, se podría comparar a encontrar
reproducciones de pinturas de Rembrandt e intentar a aprender a pintar. Cuando
por fin pudo, casi diez años después, fue nombrado embajador boliviano de la
música, nombramiento meritorio del que posee el récord de tiempo en ejercicio.
Cree fervientemente en el rock como mecanismo de protesta y lidera la banda
Bajo tierra, usa el cabello largo y jeans, motivo por el cual, junto con su
cojera fue prejuiciado varias veces, incluso en instituciones de formación
superior.
Ernesto estudió comunicación
social en estas aulas y sus escritos sobre teoría comunicacional tienen una
lucidez envidiable, construyó una casa muy grande en la zona sur de Cochabamba
y la abrió a los niños y jóvenes de su barrio que necesitan ayuda con sus
tareas o una biblioteca en la que puedan buscar información, pues no solo
profesa, sino que ejerce una profunda convicción pedagógica en todos sus actos;
esa casa también se abre a los amigos quienes llegan con guitarras y ganas de
compartir noches de tertulias. Tiene dos hijos, Violeta (nombrada por la
hermana de Nicanor Parra) y Luis (único “stronguista” de la casa, nombrado así
por el jesuita Espinal).
Pienso
en muchos hombres y mujeres que supieron trabajar en pro de los demás, pues
pienso que la mejor forma de autoayuda es hacer algo por alguien que lo
necesita, que es la definición que tenían los griegos para al héroe; pienso en Oscar
Pistorius, el sudafricano que logró clasificar a la semifinal de los 400 metros
planos en últimos juegos olímpicos a pesar de correr con prótesis en ambas
piernas; pienso en Marie Curie que sacrificó su vida para que tengamos energía
nuclear; pienso en Arturo Borda, catalogado de loco y a pesar de ello (o tal
vez por ello, pues era rebelde) hizo la parte más hermosa de la pintura
boliviana modernista; en tantas personas que nunca aceptaron un no como opción:
Jorge Luis Borges, Cristóbal Colón, Avelino Siñani y Elisardo Pérez, Juan
Carlos Gumucio, Galileo Galilei, Adela Zamudio, Hellen Keller, Martin Luther
King, Juan XXIII, entre miles que han forjado la historia de la voluntad sobre
el prejuicio. Cada que pienso en ellos, mis problemas resultan
inexplicablemente pequeños y absolutamente intrascendentes y mi gratitud, junto
con mi responsabilidad, aumenta.